viernes, 8 de agosto de 2008

Juegos Olímpicos - Anécdotas memorables

Los orgullos y las vergüenzas en la larga
tradición de los Olímpicos.

Olímpico racismo

Los Juegos Olímpicos de París de 1900 y St. Louis de 1904, ambos realizados bajo la sombra de una feria mundial, pasaron a la historia como los peores de todos los tiempos por su pésima organización. En los de St. Louis, además, ocurrió un hecho bochornoso. Los organizadores tuvieron la idea de realizar una competencia paralela denominada ‘Jornadas Antropológicas’, el 12 y el 13 de agosto, en la que miembros de etnias como los pigmeos de África Central, indios cocopas de México, moros de Filipinas, sioux de Estados Unidos, yehuelches de Patagonia y los ainos de Japón compitieron vestidos con taparrabos.

En el informe oficial sobre la Exposición Universal de St. Louis se agregó el siguiente párrafo: “Los representantes de esas tribus salvajes y no civilizadas han demostrado su inferioridad atlética, que había sido muy sobre estimada... Un pigmeo africano corrió las 100 yardas en un tiempo que habría sido batido por cualquier escolar estadounidense de 12 años. El sioux que ganó el concurso de salto en largo con impulso no pudo siquiera igualar el salto victorioso de Ray Ewry (el vencedor en la prueba sin impulso)”.

El barón Pierre De Coubertin, a quien le indignó esta afrenta, escribió: “En ninguna parte distinta de Estados Unidos se hubiera osado poner tales números en el programa de una olimpíada. Pero los estadounidenses se lo permiten todo. Esa máscara ultrajante caerá por sí misma cuando negros, pieles rojas, amarillos, aprendan a correr, a saltar y a lanzar y dejen a los blancos detrás de ellos”. Una premonición que se cumplió muy pronto, cuando Jim Thorpe, un atleta de sangre pielroja y considerado en muchas ocasiones como el más grande atleta de la historia, ganó las pruebas de pentatlón y decatlón en los juegos olímpicos de 1912. Una premonición que se corrobora juego tras juego cuando al podio de los ganadores suben atletas de todas las razas y nacionalidades.

El descalificado famoso

La maratón de Londres entró en la leyenda no sólo por haber originado la distancia clásica, sino también por el triunfo que no fue reconocido del atleta italiano Dorando Pietri. El pequeño corredor, nacido en la isla de Capri, llegó de primero al estadio de Shepherds Bush, pero en pésimas condiciones físicas.

Desorientado y al borde del desmayo, logró cruzar la meta al recibir la ayuda de Jack Andrews, jefe de la carrera, después de haberse desplomado varias veces. El informe oficial justificó la ayuda a Pietri argumentando que “fue imposible dejarlo allí porque parecía como si estuviera a punto de morir en presencia de la Reina”. Pero la delegación de Estados Unidos reclamó, los jueces descalificaron a Pietri y le otorgaron el oro a John Hayes.

Al día siguiente, una vez recuperado, Pietri recibió de la Reina una Copa de Plata a manera de desagravio. Gracias a varias campañas de recaudación de fondos y carreras de exhibición, Pietri amasó una pequeña fortuna y logró fama universal a través de coplas y canciones. Pero los malos consejos financieros de su hermano evaporaron su fortuna y tuvo que ganarse la vida como taxista.

Héroe de paz y guerra

En los Juegos Olímpicos de 1932, que se celebraron en Los Angeles, el jinete japonés Takeichi Nishi ganó la prueba individual de saltos. Nishi, teniente del Ejército imperial y miembro de la nobleza, era gran amigo de Estados Unidos, incluso con estrellas del cine como Douglas Fairbanks y Mary Pickford. Doce años después, cuando terminaba la Segunda Guerra Mundial, Nishi había alcanzado el grado de coronel y tenía a su mando el XXVI regimiento de tanques motorizados en la isla de Iwo Jima.

En enero de 1945 los estadounidenses desembarcaron en la isla y comenzó una despiadada batalla. Varios militares del Ejército de Estados Unidos que se enteraron de la presencia de Nishi en la isla intentaron ponerse en contacto con él para que se rindiera con ciertos beneficios. El 22 de marzo, cuando la derrota japonesa era inminente, Nishi prefirió suicidarse antes que entregarse a los soldados del país que tanto respetaba y quería. Su caballo Uranus, que había comprado en 1930 y con el cual ganó su medalla, murió una semana después.

Por encima de los prejuicios

Del atleta Jesse Owens, de Estados Unidos, se conocen de sobra sus hazañas: ganó cuatro medallas de oro en los juegos olímpicos de Berlín de 1936, a pesar de que en éstos el régimen nazi intentó demostrar la supremacía de la raza aria. Poco se habla, sin embargo, de la gran amistad que estableció con el atleta alemán Lutz Long, prototipo del ideal ario: alto, rubio y ojiazul, y quien fue su principal rival en salto largo.

Durante las pruebas de clasificación, Long se acercó a saludar a Owens y pronto comenzaron a charlar. Entre otras cosas, Long comentó que estaba en desacuerdo con el mito de la superioridad aria. Durante la competencia, a Owens le invalidaron dos saltos porque había pisado después de la línea. Si volvía a cometer ese error, sería descalificado. Long se le acercó, le prodigó algunas palabras de ánimo.

Para ayudar a Owens a saltar de manera correcta, Long puso su suéter para que le sirviera de guía a Owens, pisara bien y validaran su salto. Owens ganó la prueba y Long, en las narices de Hitler, fue el primero en felicitarlo. Owen y Long mantuvieron su amistad por correspondencia. En julio de 1943, Long murió en combate en el frente italiano, en la batalla de San Pietro, y Owen siguió escribiéndoles a sus padres.


En 1960 Owens fue testigo en la boda de Karl, el hijo de Lutz. “Ustedes pueden fundir todo el oro de las medallas y trofeos que gané y jamás lograrían los 24 kilates de amistad que sentí por Long aquella tarde”, dijo más tarde el gran campeón norteamericano para expresar su aprecio por el atleta alemán que despreció la filosofía racial del nazismo.

Doble moral

En los Juegos Olímpicos de México de 1968, los atletas Tommie Smith y John Carlos ganaron oro y bronce para Estados Unidos en la prueba de 200 metros planos. Cuando recibieron las medallas y sonó el himno de su país, ambos se pusieron botones del Proyecto Olímpico para los Derechos Humanos, se quitaron los zapatos, cubrieron uno de sus puños con un guante negro y levantaron el brazo, signo del movimiento antirracista Panteras Negras.

Con su gesto quisieron decirle al mundo que las ideas de libertad de las que habla el himno de su país sólo eran válidas para los blancos. Los oficiales de la delegación estadounidense se sintieron ultrajados y el COI manifestó que Smith y Jones serían sancionados. Los descalificó por “intromisión en política” y les quitó las medallas, mientras que la delegación de Estados Unidos los obligó a abandonar la villa olímpica en 48 horas.

Al día siguiente, en solidaridad, los atletas estadounidenses negros Lee Evans, G. Lawrence James y Ronald Freeman saludaron a los espectadores con el puño cerrado y una boina negra sobre la cabeza. La opinión pública internacional vio con simpatía los gestos de Smith y Carlos. Pero en Estados Unidos no los perdonaron. Durante largos meses intentaron en vano encontrar un trabajo digno. Apenas en 1972 Smith encontró un puesto de entrenador en el Oberlin College en Ohio, y seis años después fundó en Santa Mónica (California) un programa de ayuda para los jóvenes de los guetos. A Carlos lo reivindicaron de alguna manera en febrero de 1982, cuando el comité organizador de los Juegos de Los Ángeles 1984 le pidió promocionar el evento en los guetos negros de la ciudad.

Ese COI que castigó con dureza a Smith y Carlos jamás objetó que los atletas alemanes e italianos realizaran los saludos fascistas y nazis cada vez que subían al podio en los Juegos de Berlín de 1936. En cambio, en 1968 rechazaron con todo el rigor un gesto pacifista de reivindicación. Lo más triste es que este episodio sucedió el mismo año de los asesinatos de Martin Luther King Jr. y Robert Kennedy, adalides en la lucha por los Derechos Civiles.

Un partido con dos finales

La final de baloncesto de los Juegos Olímpicos de Munich de 1972 pasó a la historia como uno de los sucesos más confusos y bochornosos de todos los tiempos. Desde 1936, cuando el básquet masculino entró a formar parte del programa olímpico, Estados Unidos había ganado todas las medallas de oro y todos los partidos. Y así parecía que iba a suceder en Munich. Cuando faltaban tres segundos para el final del partido, Estados Unidos ganaba 50-49.

El entrenador soviético invadió el campo y pidió un receso, de acuerdo con las leyes vigentes entonces, no se podía conceder. Luego de varias discusiones, los árbitros decidieron que el juego se debía reanudar en tres segundos, ante la incredulidad de los jugadores y el cuerpo técnico de Estados Unidos. El partido se puso otra vez en marcha. Modestas Paulaskas recibió el balón, pero lo perdió y de esta forma Estados Unidos lograba la victoria y la medalla de oro. Entonces ocurrió lo inesperado.

Los jueces se dieron cuenta de que el reloj no había sido puesto en movimiento y obligaron a los estadounidenses a dejar de lado la celebración porque esos tres segundos se debían jugar de nuevo. Tras cinco minutos de confusión y reclamos airados de parte y parte, William Jones, secretario general de la Federación Internacional de Básquet (Fiba), bajó de la tribuna y ordenó que se colocara el reloj nuevamente en tres segundos. Al reanudarse el juego por segunda vez, Alexander Belov atrapó el balón y anotó la canasta que le dio el triunfo y el oro a la Unión Soviética. Los jugadores de Estados Unidos no se presentaron a la ceremonia de premiación para recibir la medalla de plata. Cada año los integrantes del equipo de Estados Unidos reciben una invitación del COI para que recojan sus medallas, hasta ahora sin éxito.

Al servicio de su majestad

Entre 1979 y 1984 los atletas británicos Sebastián Coe y Steve Ovett encabezaron la edad dorada del atletismo británico de medio fondo (800, 1.000, 1.500 metros y la milla) y forjaron una rivalidad con visos cinematográficos. Ovett, que había representado a su país en los olímpicos de 1976 sin mayor éxito, se encontró con Coe por primera vez en Oslo, en 1979. En la carrera de la milla, Coe no sólo derrotó al favorito y experto, sino que impuso un nuevo rércord mundial. Antes de los olímpicos Coe logró la hazaña de acaparar las plusmarcas mundiales en las cuatro pruebas. En los olímpicos de Moscú, Coe era favorito en 800 metros, y Ovett en 1.500. Se repartieron las medallas de oro, pero, contra los pronósticos, Ovett lo hizo en 800 y Coe en 1.500. En 1981, Coe se dedicó de nuevo a batir récords mundiales en las cuatro distancias. A Ovett sólo le quedó el consuelo de haber sido el mejor en la milla durante dos días. Batió el récord y 48 horas después, Coe imponía una nueva marca. En 1982 y 1983 ambos sufrieron un bajón y Coe, enfermo y continuamente lesionado, tuvo que hacer un esfuerzo supremo para competir en los Olímpicos de Los Ángeles.

En la prueba de 800 metros Coe apenas ganó plata (el ganador fue el brasileño Joaquim Cruz) y Ovett sufrió un desmayo. En la prueba de 1.500, Ovett desoyó las recomendaciones de los médicos. Participó en las pruebas eliminatorias y logró un cupo a la final. En esa carrera terminó la rivalidad entre ambos atletas. Y de qué manera. Mientras Coe alcanzaba la gloria y se colgaba la medalla de oro, Ovett se desmayó y salió del estadio en ambulancia.